El autor analiza las peculiaridades del argumento y la composición de la novela de Daúr Nachkebia, escritor abjasio contemporáneo quien estuvo en la Feria del Libro de Bogotá en 2019. Se plantea aquí el complicado tema de poder reflejar una guerra étnica en la literatura y los aspectos artísticos y filosóficos de este tema.
En la literatura abjasia moderna el tema más doloroso de la historia contemporánea es el de la guerra entre Georgia y Abjasia en 1992 y 1993. Esta relativamente pequeña comunidad caucásica -250 mil personas- la llama Guerra Patria, y la novela “A orillas de la noche” del prosista Nachkebia (nacido en 1960), escrita en ruso, que salió a la luz pública en 2007 y atrajo de inmediato la atención de los lectores y críticos tanto en su país como en Rusia. A los pocos años se tradujo a varias lenguas: al georgiano, serbio y armenio; (en 2018 la tradujimos nosotros, la editorial colombiana independiente Poklonka Editores, traducción de Marcia Gasca).
Las primeras reseñas destacaron una evidente remisión al título de Louis-Ferdinand Celine “Viaje al fin de la noche” (1932), subrayando que para el autor francés la guerra no fue el tema principal de su obra; igualmente, el prosista abjasio tampoco quiso detenerse en los momentos cruciales de la nueva historia de su pueblo: “Celine salta y se sumerge en la Primera Guerra Mundial, hasta aquel momento desconocida, para desvelar en ella los espantosos cambios cotidianos (y de paso, estilísticos), pero pronto se aburre de ella como de una mujer; en cambio, Nachkebia mantiene con la guerra el “trato de usted” y no la descubre por completo en ningún momento. Cabe mencionar que de tiempo atrás se esperaban libros sobre esta guerra corta que hizo su tétrico aporte al “fusilamiento” de la URSS, por lo tanto, las expectativas de los lectores se proyectaban hacia la revelación de sus causas ocultas del conflicto entre Georgia y Abjasia, episodios llenos de colorido de los alevosos ardides de la comandancia georgiana, casos de impresionante heroísmo abjasio durante los combates, una indignada condena del gobierno de Yeltsin que se negó a prestar la debida ayuda militar a los hermanos ortodoxos.
Daúr Nachkebia aborda el tema desde un ángulo totalmente diferente, por lo cual su novela resulta realmente innovadora para la literatura abjasia. En opinión de E.Zavodskaya, es la “primera novela abjasia existencialista” que representa indudablemente un impetuoso avance para la literatura que se dio a conocer apenas en 1910 con las obras de Dmitry Gulia (1874 – 1960).
La poética de la novela no es muy común en la prosa abjasia, pues de vez en cuando zambulle al lector en el flujo de la conciencia de sus personajes, evocando los nombres de Joyce y Faulkner. El autor mismo reconoció la influencia de este último en él en un encuentro con sus lectores en marzo de 2009. Por lo tanto, podemos afirmar que no le interesa el aspecto político del conflicto armado, sino lo que ocurre en el interior de una persona involucrada en él. No es casual que en el preámbulo de “A orillas de la noche” Nachkebia señala: «En el idioma abjasio la palabra “guerra” significa “asesinato mutuo”, una definición cruel pero honesta, sin matices paliativos. Por lo visto, se remonta a la época muy remota, cuando el ser humano llamaba las cosas por su nombre, porque aún no existían las normas “políticamente correctas”. No olvidemos que el “asesinato mutuo” se extiende a dos pueblos vecinos que convivieron durante siglos uno al lado del otro, que comparten la misma cultura cristiana y más de doscientos años fueron un solo país.
Haría falta mucho valor cívico de parte del autor para mostrar no solo los actos de vandalismo que cometieron las tropas georgianas en la capital de Abjasia. En una de sus intervenciones públicas anunció: “Fueron quemados el Instituto de Lengua, Literatura e Historia D.M.Gulia de Abjasia, el Archivo Nacional. Desaparecieron los documentos únicos, testimonios de historia, mitología, cultura de nuestro pueblo. Muchos de ellos no son rescatables, se nos perdieron para siempre. Fue destruido el monumento al iniciador de la literatura abjasia, Dmitry Gulia en Sujumi”. Aquí el autor menciona la parte mínima de cuanto destruyó la guerra durante aquellos años. Es evidente que la destrucción de tantos monumentos no fue una casualidad ni efecto colateral de las acciones militares, sino que fue el objetivo de las armas de fuego, incendios y salvajes asaltos a las reliquias sagradas de la cultura abjasia, con el fin de dificultar al máximo su renacimiento espiritual en el futuro. El escritor, con una amargura poco disimulada, reconoció en una entrevista: “Pocas familias hay en Abjasia que no haya perdido un pariente o una persona cercana. Pereció mi hermano menor, quien ni siquiera estaba casado, cuántos de mis amigos murieron…”.
El delirio de atrapar fácilmente una parte del botín tiene en la novela un carácter gregario y se apodera de ambas partes del conflicto. Nachkebia describe las cruentas olas de rapiñas que afectan a la población urbana de un lado o del otro: “Los merodeadores y bandidos, que se proclaman a voces como tropas del Consejo de Estado de Georgia, saqueaban y mataban, por lo general, a los abjasios y podían, para redondear la cuenta, llevarse a un par de rusos, armenios, griegos, de los “simpatizantes”. De repente, se levantó otra ola desde el norte e inundó la ciudad, esta vez las víctimas eran los georgianos, sus casas y apartamentos. Sin embargo, los asaltantes no se saciaban, su estómago parecía no tener fondo y se ponían a saquear a cualesquiera sin hacer distinciones. Tras los delincuentes armados llegaron los “pacíficos”, armados parcialmente, que recogía los deshechos. En un frenesí de la avidez, se llevaban todo lo que encontraban: mesas, sillas, lámparas de mesa, cojines y sábanas… Arrastraban por las calles carretillas llenas de “trofeos”, algunos cargaban encima de sí mismos lo conseguido en el hurto”. Como se ha dicho ya, los abjasios la llaman Guerra Patria, pero el autor nos comunica una idea importante: que las acciones militares -asaltos, hurtos, bombardeos- igualmente deforman la conciencia de los involucrados en el conflicto armado, a los agresores y a sus víctimas.
La “desvergüenza” y la “locura en masa” son acompañantes incondicionales de cualquier guerra, esta idea impresiona al protagonista llamado Beslán y a su amigo Adgur, quien lleva un diario entre un combate y otro y comete un “extraño” suicidio en un campo de batalla, motivo de reflexiones del narrador y los autores de reseñas críticas: se pone de pie durante un corto cierre al fuego quitándose el casco y en seguida perece por la bala de un francotirador. Dotado de cierto talento poético y capacidad de análisis filosófico, no hace caso de las leyes del mundo físico y las percibe como una ilusión: “Como quiera que sea, era un texto, aunque sin habilidades y chapucero, pero logrado con empeño, como lo hace un escolar, que sudaba pescando las palabras de su escaso, pero aún fresco y fuerte vocabulario. Este alumno no escribía muy bien, desvirtuaba el sentido, de las palabras que apenas se reconocían en el papel. No obstante, con una precisión absoluta y nada casual, caracterizaban al autor. Sin él saberlo o adivinándolo de forma vaga, presa de un terrible pánico, se desnudaba, se despojaba de la soledad en total desamparo. Por cierto, era un cuaderno cuadriculado... Pero los números, engañosamente mudos y empecinadamente unívocos también son texto...”. Esta observación no es nada sorprendente para los lectores versados en la literatura modernista del s.XX. El personaje siente su propio “yo” como un existir mucho más importante que el entorno real.
Los apuntes de Adgur y sus relatos llamados como “capítulos no incluidos en la novela” descubren en él el deseo de luchar con la percepción literaria del mundo y, al mismo tiempo, el de cultivar su lenguaje literario. La doble naturaleza, propia de la narrativa modernista, en “A orillas de la noche” se exterioriza por medio de la descripción de lo específico de la identidad abjasia, formada entre dos magnos elementos: el mar y las montañas, en concepto del narrador, dos símbolos de la inconstancia y la dureza. Además, cada elemento posee una belleza única, sin par, lo cual conduce a un enfrentamiento de estos dos competidores en la conciencia misma de los abjasios: “Al igual, en nosotros se juntaron dos elementos irreconciliables, por lo cual la belleza y el amplio colorido de esta unión, a menudo, son intolerables para nosotros, crean una extremada tensión de las fuerzas espirituales que encuentran salida en los desesperados actos suicidas, mientras que la belleza de nuestro país -la unión rica en colores- siempre ha atraído las miradas hostiles y codiciosas. Toda la vida del abjasio se consagra a la lucha contra los intrusos que lanzan estas miradas, y cuando estos se repliegan en su propio espacio, el abjasio se pelea contra sí mismo. Lo mejor que tiene se gasta en rechazar a los malvados forasteros, mientras que la envidia, la mezquindad, la malicia se sedimenta en el fondo de su alma por un tiempo para exaltar la conciencia, despejada ante un peligro”.
La identidad nacional -la tensión de las fuerzas espirituales, la lucha contra sí mismo, turbias profundidades de la conciencia- se refleja en el comportamiento del personaje. Adgur, a veces, nos deja ver el desamor hacia su tierra natal, hacia su gente y dice que con mucho gusto abandonaría Abjasia: “La patria es ante todo una mordaza —decía él—. La patria nos exige tanto que no es una madre sino una madrastra. Al diablo con ella... Quiero libertad. Por eso me voy. Y va a ser en estos días. -Adgur A. colocaba todo en los fríos y brillantes rieles de la férrea lógica y las cosas le salían con facilidad, no había quien le pusiera un pero. Llegaba al extremo de decir que para provecho general a la patria había que odiarla y no amarla”.
El brusco rechazo de su tierra que demuestra Adgur se correlaciona con la brusquedad de las apreciaciones que hace el protagonista y narrador de sus paisanos, sea en la calle o en la playa, la que bordea en algunos apartes el fisiologismo hipertrófico como en el siguiente pasaje: “Cuando hablo con una persona, sea quien sea, nunca puedo dejar de visualizar sus tripas. Por ejemplo, esa persona conversa sobre algo sublime —a muchos ahora les ha dado por la conciencia, la patria, la independencia—, y lo único que veo son las tripas hechas un ovillo en su panza, repugnantemente cálidas, satisfechas de sí mismas. < … ˃ Basta escarbar en el hombre un centímetro, y hasta menos, para que sus entrañas aparezcan ante los ojos de la manera menos atractiva. El hombre es solo un pedazo de carne, no más que eso”. Más adelante Beslán llega a reconocer que le inquietan los ojos, sin pasar de ser “voraces órganos de vidrio y líquido”, con la salvedad de su mujer amada. La percepción de este tipo, por supuesto, no es nueva en la literatura de principios del s. XXI; adivinamos en ella el legado de Leonid Andréiev, de los existencialistas (Jean-Paul Sartre) y, como resultado, la poética postmodernista, que niega la dominante ético-moral, y la necesaria demarcación entre el bien y el mal. Suponemos que la negación a reconocer la existencia de Dios, la Divina Providencia sobre el ser humano, la imagen del alma distorsionada y el escepticismo que a menudo se pone de manifiesto en la actitud hacia otras personas, en gran medida, llevaron al personaje de la novela abjasia a tomar la decisión de dar por terminada su propia vida voluntaria e imprudentemente, y no durante un combate, sino en el breve momento de calma en el frente.
Cuando el pensamiento centrado en “las tripas hechas un ovillo” opacan todas las palabras del interlocutor, nace una pregunta lógica: “¿Qué lugar y papel asigna el narrador al alma?”.
Y eso es lo que dice el narrador: “El alma es la gran desconocida, la genuina «x» que forma parte de todas las ecuaciones, pero que se resiste a todo intento por despejarla. Ningún aparato ha podido aún captarla, ni medir su masa, volumen y aceleración. Sin esos datos ningún investigador serio pondría su firma bajo una dudosa suposición”. Y esta reflexión de Beslán resulta prácticamente idéntica a las de Adgur en sus relatos, que “se salvaron” y aparecen al final del libro (los que no se incluyeron en el texto de la novela).
Estos relatos, excepto uno (tal vez, “La defensa de Jabydzh”) retoman el tema de la muerte y la guerra. Son ellos los que descubren más ostensiblemente la peculiar cosmovisión de Adgur o lo hacen, al menos, con más notoriedad que las páginas de su diario que entran en la primera parte de la novela. En el titulado como “Pronto llegará el otoño” un soldado muerto en cercanías de Sujumi paso a paso va contando lo que siente mientras en su cuerpo se desarrolla el proceso de descomposición, los gusanos lo van devorando, y con sinceridad lamenta que es poco probable que lo entierren para incorporarlo para siempre a la tierra.
Los gusanos, dotados de conciencia, no solo lo están devorando: “En su meticulosa lentitud, cual si tuvieran la eternidad por delante y un cuerpo enormemente inmensurable, en su decisión de adueñarse de todo mi yo, entero, se observa cierta ambiciosa búsqueda. ¡Están buscando mi alma! ¡Está en algún lugar por aquí, entre las mucosidades y fluidos, en los laberintos y túneles de las venas y arterias, en los desfiladeros y colinas de la carne... no se nos escapará!” … “Porque lo más dulce en el hombre es su alma...”. En estas líneas nos encontramos otra vez con la certeza que la visión del más allá no difiere en nada de la terrenal, la corporal, y el difunto sigue participando en la “fiesta” de la vida. Así, el neorealismo de finales del s. XX, proclamado para “afirmar las prioridades valiosas de una vida humana” como una respuesta al poderoso postmodernismo, no deja de evidenciar de una u otra manera un componente intertextual -la remisión a los textos bíblicos, mitología, cuentos populares-, que nos permite hallar una óptica peculiar del artista. Como dice O.V.Lazarenko, “en la búsqueda del sentido en el entorno real de una persona se detectan ciertas leyes eternas de la existencia humana que definen el dramatismo de cada destino individual. Así es como nace el realismo mitológico del escritor”. En el relato de Adgur, el mundo visto por un soldado adquiere similares rasgos mitológicos: “El cielo nos miraba con ojo avizor. Cuando mira así, enmudecido, nos revela algo de él que está sembrado dentro de mí desde antes del nacimiento, en las entrañas de la eternidad y nos persuade de que el cielo y yo en algún momento fuimos uno solo, y solo después nos separamos: él arriba, yo abajo”.
No es nada fácil atribuirle al protagonista de la novela la sujeción al paganismo, con mayor razón porque ninguna vez se le muestra como participante o, al menos, como seguidor de los rituales mágicos. Tampoco podemos hablar sobre la pertenencia de Adgur a alguna tradición religiosa. Con todo eso, no se puede pasar por encima el que, tratándose del narrador mismo, algunos hábitos tradicionales populares, los funerales abjasios, los plañidos de los viejos que se han conservado durante siglos se describen con cierto criticismo, con un toque irónico resaltado: “Son los tipos como tú, que tienen una comezón mental, quienes descubren un sentido especial en todo, simplemente ya no saben ver con sus propios ojos. El hombre debe ennoblecer su esencia animal, entonces aprenderá a darse atracones elegantes. Fíjate en nuestras bodas, en nuestros banquetes de exequias. Junto a nosotros se está pudriendo un cadáver, sin embargo, nos sentamos a hartarnos y a beber. Y tú quieres borrar lo ruin que hay en nosotros como si no influyera en nuestras cosas sublimes. No, amigo mío, lo ruin y lo sublime están atados, como se dice, con lazos indisolubles. Además, pienso que no hay nada de sublime”.
En la primera parte Beslán afirma que las lágrimas derramadas en las exequias, en su gran mayoría, no son sinceras, pues son solo una parte importante del “seguimiento del ritual a cabalidad”. Tales afirmaciones evocan sin ambigüedades el ensayo que Daúr Nachkebia escribió en 2001, titulado “Una enfermedad mortal”; en él el autor decía que en la originaria cultura abjasia se rinde un morboso tributo a la muerte: “La crisis que vive Apsny -Abjasia en su idioma nativo- puede tener explicaciones diferentes. Entre ellas, que son más o menos acertadas, hay una que pretende ser la principal lo cual debemos reconocer con tristeza. Es una enfermedad que afecta nuestra sociedad de tiempo atrás, y la última década transcurrió bajo su signo. Su nombre es la inconsciente adicción a la muerte, a todo lo que se relaciona con el dejar de vivir y la destrucción. Somos un pueblo más orientado hacia la muerte que a la vida. Es un culto a la muerte y a los muertos que está extraordinariamente arraigado. Enterramos a nuestros difuntos en los patios de nuestras casas o cerca de nuestras viviendas para tener sus tumbas ante nuestros ojos todo el tiempo”.
El autor de la novela no siente empatía con este rasgo de la conciencia popular, el cual, por lo visto, guarda los vestigios del paganismo. Además, la visión postmodernista, que ya se ha mencionado, no puede hablar del tema de la muerte con seriedad y profundidad. Es más: en este contexto puede surgir un parangón con el credo estético del realismo socialista que combatía con insistencia los pensamientos sobre la muerte, lo cual es comprensible, pues Daúr Nachkebia nació y creció en la URSS, fue educado en el marco de la literatura soviética que impregnó nuestro subconsciente. El escritor mismo en sus entrevistas y escritos periodísticos habla, principalmente, de su interés hacia los autores modernistas del s. XX.
Las exequias abjasias descritas en la novela con ironía proponen que el lector conozca la difícil historia de esta tierra, porque desde sus inicios, desde el s. I d.C., ha sido un país cristiano, donde bautizaban y predicaban Andrés el Apóstol y Simón el Zelote o Cananeo, mártires por su fe en Cristo. La época medieval de Abjasia fue marcada por la conquista y dominio del Imperio Otomano y como su consecuencia, la imposición del islamismo durante varios siglos. Igualmente, no se puede desconocer su propia religión abjasia en la que se comparten los elementos del mono- y politeísmo y pregona la fe en el Creador de toda existencia, Antsva. Por lo tanto, los rituales tradicionales, por lo visto, reflejan varios conceptos religiosos sobre el mundo. Aunque sería más lógico plantear la percepción artística de la realidad que exponen Adgur y el narrador, no podemos descartar del todo el contexto nacional religioso, censurado por Beslán.
La semejanza entre la actitud del autor ante los funerales y la muerte y su representación en la novela, en los cuentos de Adgur como un intento de visualizar la vida terrenal desde “fuera”, nos permite entender por qué la guerra no aparece en esta obra analizada desde una posición cívica o social, sino en la óptica de la cosmovisión postmodernista. En la novela de Louis-Ferdinand Celine, mencionada anteriormente, el protagonista no puede detectar una relación lógica entre los hechos de la vida de guerra; solo se ve que el resultado de un monstruoso error que adquiere dimensiones universales. El personaje de “A orillas…”, en cambio, pretendía en sus apuntes “identificar” la guerra con el ciclo vital. Por lo tanto, es aparente el parecido con la posición del autor francés. La guerra para Adgur no es un desastre repentino, sino una regularidad en la existencia de toda la humanidad y lo confirma su certeza de que “…después de esta guerra va a ser diferente… Ahora sí construiremos nuestro Estado. Seremos libres.”, que es ilusoria porque no piensa en un estado poderoso y sólido -en esencia, el problema de un estado nacional, su nombre o forma de gobierno no le interesa para nada, es lo primero. Y lo segundo es que percibe la guerra a través del prisma de su ego hipertrófico en el que hay muy poco espacio para el amor y auténtica compasión: “Me imaginaba un alma extraña y ésta siempre era un abismo. Y al hundirnos en él no podemos hacer otra cosa que unirnos y superar nuestras soledades”. Tal percepción es realmente propia de la juventud occidental, primero, después de la Primera Guerra Mundial, y más tarde, su resonancia trágica afloró en las obras de los autores, quienes redimieron en ellas el alma sufrida y lesionada de gente joven, participante de la Segunda Guerra Mundial, la generación llamada “perdida” (Heinrich Böll y Ernest Hemingway). Así que el autor de esta novela no finge cuando habla de su interés hacia la literatura occidental del s. XX que siente más cercana que las bellas letras de su tierra. En conclusión, debemos reconocer que la verdadera superación espiritual, el que se imagina el protagonista de “A orillas de la noche”, no puede derivarse de la desconfianza hacia el prójimo y, menos aún, hacia su propia gente, cuya historia y cultura cuenta con más de mil quinientos años.
Daúr Nachkebia, "A orillas de la noche", traducción de Marcia Gasca, Poklonka Editores
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